domingo, 7 de diciembre de 2014

La Balada de Thomas Picketty

Así como Pierre Ménard escribe, siglos después, “El Quijote”, su paisano, Thomas Picketty ha escrito “El Capital”, en el Siglo XXI. Y como en la deslumbrante parábola borgiana, el palimpsesto parece mejorar en numerosos pasajes a la obra maestra original.

La narrativa anglosajona nos ha acostumbrado a aceptar que el primer libro de economía es el texto fundante de Adam Smith: “La riqueza de las naciones”. Siempre he pensado que tal aserto es impreciso y que quizá el primer texto de economía es el largo poema de Hesíodo: “Los trabajos y los días”. Desde su título, los versos del griego sugieren lo que siglos después los economistas clásicos supieron: que la riqueza proviene del tiempo, (de “los días”), y el trabajo.

Los viejos maestros de la economía lo supieron: junto con la pregunta de ¿Qué es lo que produce la riqueza? Viene la pregunta ¿Qué determina su distribución?  ¿Por qué algunos detentan una riqueza que no será consumida en toda su vida, y por qué la riqueza de otros no alcanza a cerrar el día? Si la riqueza proviene del trabajo entonces quienes ostentan riqueza trabajan más que aquellos cuya riqueza es menor? ¿Los ricos trabajan más y los pobres trabajan menos?

Thomas Picketty es un nuevo clásico, no un neoclásico , y en el fondo, la pregunta que subtiende las centenares de páginas de su volumen es la pregunta de Hesíodo y de los clásicos: ¿la riqueza está determinada por el trabajo o acaso en el Siglo XXI la riqueza está determinada por la riqueza? ¿Será rico aquél que nace rico, y aquél que vive de su trabajo no podrá romper el círculo de la suficiencia?

Marx, en el “El Capital” , decía que en efecto, la riqueza proviene del trabajo, y que la razón para el desbalance entre el trabajo y la riqueza poseída es una expoliación, la explotación del trabajo. En “El Capital” Thomas Picketty muestra cómo la escala de impuestos a los activos, la venta de empresas públicas, la gradación del tributo a las herencias, la distribución y el gravamen de los dividendos ha hecho mucho más ricos a los que eran ricos, y ha mantenido en la pobreza a los pobres.

Picketty, éste nuevo clásico, ha revivido para la economía uno de sus temas fundacionales, y que la reacción al marxismo y sus consecuencias políticas poco a poco hizo que la profesión la fuera relegando casi al olvido: el problema de la distribución del ingreso y la riqueza.

Picketty rescata del olvido a ese gran economista ruso, Simon Kuznets, el último gran economista en preguntarse de manera rigurosa por el problema de la distribución, y lo hace resurgir y dialogar con nuestro Siglo XXI, usando sus argumentos y sus métodos para ilustrar un problema: que el asunto fundamental del mundo en éstos años es la distribución del ingreso y la riqueza; que la actual tendencia de híper-concentración de los activos en un grupo increíblemente reducido de individuos no puede ser bueno para la sociedad, ni para la especie; que la densidad de riqueza en los estratos más altos de la sociedad es comparable sólo a la época en que coexistían emperadores celestes, cortes fastuosas, junto a la gleba pobre y las masas en la insuficiencia.

Los economistas más brillantes de ésta época: Paul Krugman y Joseph Stiglitz, entre otros, llevan años pregonando en el desierto sobre el complicado problema que, de los Estados Unidos a Uganda, representa la híper-concentración de los activos. En las páginas del mismísimo Wall Street Journal, he visto alegatos tanto o más incisivos que los de Picketty sobre la acusada injusticia en la distribución a favor de los abastecidos (Abigael Bohorquez dixit).

Y sin embargo, tuvo que venir un joven economista francés, extraño a las corrientes convencionales de la economía a decirnos que lo más justo y eficiente económicamente es poner un impuesto a la herencia.

En “La Revolución Interrumpida” Adolfo Gilly se preguntaba por qué de entre los cientos de llamados a la insurgencia contra la dictadura de Porfirio Díaz, el que fue acatado fue justamente el de ese espiritista bajito de Coahuila. El mismo se responde: el “Plan de San Luis” tenía una fecha y hora precisa: la Revolución deberá comenzar el 20 de noviembre en la mañana. Esa precisión en la acción hizo del llamado maderista algo irresistible.

Algo similar parece suceder con Picketty: a su extenso alegato se le añaden aquí y allá recomendaciones puntuales, recetas sencillas de implementar o al menos de discutir. ¿Cómo rompemos el cerco de la concentración creciente? Con un impuesto a la herencia y la distribución del ingreso resultante. Picketty estuvo en México éstos días, reuniendo auditorios llenos y encabezados mediáticos por todas partes. Sirva ésta columna para escribirle a éste nuevo clásico francés si bien no un corrido, una balada. 

1 comentario:

Unknown dijo...

Sus propuestas respecto a los remedios a las desigualdades son ingenuas, si no utópicas. Y no ha producido desde luego un modelo de funcionamiento para el capital del siglo XXI. Para eso todavía nos hace falta Marx o un equivalente suyo contemporáneo.